27 de noviembre de 2020

El regreso.

Cuando aprendes buceo te explican que, al alcanzar ciertos niveles de profundidad, salir de forma brusca puede ser peligroso e incluso mortal. En lugar de apremiar el momento, el protocolo a seguir es ir ascendiendo progresivamente para que nuestro organismo pueda habituarse a los cambios de presión y salir a la superficie de forma segura. El descenso también es progresivo, y precisa calma y concentración. 

En el trayecto, el objetivo es explorar el universo desconocido que se va presentando ante mí, del que sólo había oído a hablar en libros de texto y documentales. Descubro cuevas deshabitadas desde hace años, donde aún se pueden escuchar risas y llantos de una pequeña boca enmarcada por tres hoyuelos, y encuentro tesoros abandonados accidentalmente entre los resquicios donde nadie antes había mirado. Estudio el comportamiento de la fauna que me habita, sus costumbres, sus guaridas, sus motivos. Observo desde fuera lo que llevo dentro, simplemente para saber que está ahí, para escucharlo, para sentirlo.

Sé que dentro de no mucho tocará aprovechar esta fuerza para armarme de paciencia y bucear en dirección a la luz. Bucear lentamente hasta que mi sistema circulatorio esté preparado y mis ojos sean capaces de adaptarse al resplandor de más arriba. Volver a casa, esté donde esté, pero volver completa.


- Entonces, ¿tienes clara la respuesta a mi pregunta?

- Siempre fue .

19 de noviembre de 2020

Cortina Nº1

 La fragilidad. Pero no de un suave pétalo del que preservar su olor, no de un copo de nieve que contemplamos maravillados hasta que inevitablemente tropieza con el suelo. La fragilidad del barro cuando se seca, de las alas de una mosca, del papel de fumar, de la piel que se reseca.

El nudo. Pero no el que une, el que acoge o el que sostiene. Más bien el nudo que aprieta, que amorata y que bloquea nuestra respiración.

El silencio. No un silencio plácido de iglesia, ni aquel que surge de la productividad. El silencio de una habitación vacía que solía estar habitada. Ese cuya existencia se acusa únicamente cuando nos permitimos detenernos, apartar el ruido, las distracciones, las demás personas y decidimos agudizar el oído para, finalmente, escuchar la atronadora nada. Y te deja sordo, y tonto, y ciego.

Nadie dispone de un perro lazarillo que le diga dónde colocar un pie y el siguiente. En ese menester, todos andamos algo perdidos.

En un hueco de un castaño encontré otros escondiéndose de todo aquello que amenaza fuera. Agazapados, abrazando sus rodillas, con los ojos cerrados, como si eso hubiera protegido a alguien alguna vez. Y ahí estamos todos, hacinados planificando la siguiente fase, escogiendo el próximo camino a recorrer sin estar muy seguros de estar haciendo lo correcto, buscando la manera de ser deseables, adaptados, normales.

Normales. Sea lo que sea eso. No conozco a nadie normal. No tengo mucha idea de cómo será alguien así.