11 de noviembre de 2012

En las treguas, guerra.

La inmundicia se amontona en cualquier resquicio que encuentra.
Cuando lo repulsivo se camufla de gala pero no consigue disimular la peste.
Tu alambre de espino ahoga mi corazón hasta amoratarlo. El ácido me quema las paredes del estómago. Las lágrimas lavan la rabia de mi gesto y escupen en el parquet.
Y, apretando con fiereza el bolígrafo, me aferro a mis cuadernos para olvidar el eco que retumba entre estas cuatro paredes de frío acero.
Del cielo cae lodo. De la tierra brotan tallos con espinas pero sin rosas. De mi boca sólo se escuchan aullidos silenciosos. Una muerte muda y lenta que no cesa. Se aplaca a ratos pero vuelve a reanudarse con más fuerza que antes.
El olor a gasolina incendia algo en mí y, al mismo tiempo, siento que algo se ha apagado.
No sé si prefiero mirar hacia atrás o hacia delante.
El paisaje se quema a mi alrededor.

Saltar por la ventana y volar, respirar aire de verdad. Ser libre al fin, y no esconder las alas nunca más.

Y, en realidad, suspirar y seguir viviendo...