2 de noviembre de 2024

Puño y temblor.

Siento dentro la culpa de todo lo que pensé que era, de lo que dije que haría y lo que al final acabó desvaneciéndose como humo. Todos los contratos quedaron reducidos a cenizas el día que mi silueta se tiñó de añiles. Desde entonces, un aullido se desnudó, me curó la ceguera y me dejó sorda y muda. No volví a ver el mundo con los colores de antes. Ni mejores ni peores. Otros. 

El puño que agarra mi esternón aún aprieta, casi ahoga, cuando tu olor regresa a ese huequito de mi corazón donde se sentía casa y resultó ser un sótano sin ventanas. Cuando mi memoria decide darme tregua, casi parece que vuelvo a bombear en un dos por cuatro que mece. A ratos. Cada vez más. Casi días. Ojalá semanas. 

Las agujas del reloj y mis manos bajo cero están en huelga, mientras mis pies arden en ganas de iniciar una maratón hacia ninguna meta. Duelen. Duele cada célula viva y muerta en mí. Duelen mis dientes, mis uñas, cada pelo, y hasta el aire que entra en mis pulmones calcina todo a su paso dejando una inmensa nada. 

Achicando con cuchara el barro de la derrota, de rodillas esperando que la lluvia arranque de mi piel la podredumbre y el moho que conviven con mis entrañas. Recuperando mi reflejo en el espejo, que tanto eché de menos aquellos días... No soy este miedo. No soy este dolor. Repítelo. Otra vez. Otra vez. Otra vez. Ahora mirándote a los ojos. Vamos. Dilo. No dejes de repetirlo. Sigue. Más alto. Más claro. Vocaliza. Grítalo. Más fuerte. Más. Más. Más. Más. Más. Más. Más.

(...)

Y, a pesar de todo, aún hay días que levanto la mirada y entran en mí el aroma de las flores y el frescor entre las hojas.

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